La palabra.
Cuando chica, la palabra fue sustituida por la mímica. El descanso de mi padre se hizo prioridad con sus turnos laborables. Así que mi hermana y yo aprendimos a jugar en
silencio, a reír sin carcajadas y enfadarnos sin gritar. Es decir, que despertó
en nosotras otra forma de visión del mundo y nos convertimos entonces en
observadoras de él. Nuestros ojos fueron los que sellaron nuestro destino. Mirar.
Aquello obligó al ingenio e inventamos juegos como. ¡Contar coches! “Ahora tú
los rojos y yo los blancos”. También con las manos. “Ahora eres Monchito y el mío
otro…” (no recuerdo el nombre, pena). Y hablamos con ellos, con nuestros
muñecos hechos de dedos, de movimientos sin ruidos. “Habla bajito”. Anda que no
le dimos a la imaginación en aquella época. Y la palabra para mí se transformó
en silencio. En aquel entonces era la pequeña, conque embutida de mimo. No sabía
hablar, sino ceceaba de lo consentida que era. Palabras. Y no hablaba mucho,
tímida, mordiéndome los labios en silencio con mirada medrosa. Que falta de
palabras. Pero en la adolescencia cambió el escenario, y la niña quiere
asomarse al mundo, como cualquiera a los catorce. Es entonces cuando sustituyo
la palabra fonética por la escrita y me veo recreando mis pensamientos y mis
paranoias en papel. Palabras. Luego, mi madre, ay mi curiosa madre, como yo. ¿Desde
cuándo leía mis palabras? lo supe un día. Porque un sermón de mis padres vino a
cuenta de mi última parrafada. Demasiado sinceras e incomprensibles para ellos.
Por tanto, dejaron de existir y fueron aquella las últimas. Hasta que…broté
nuevamente.
Palabras.
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