Mis pasos son lentos. Lo sé. Pero me acompañan los sueños, los creados con cimientos de intenciones. Si bien, el desaliento (la mueca) apareciera con el propósito de frenar mi ritmo, lo ignoraré y continuaré. Así pues, pese a no saber donde está la meta, miraré hacia el horizonte para proseguir mi rumbo: la vida.
domingo, 18 de septiembre de 2016
La palabra.
Cuando chica, la palabra fue sustituida por la mímica. El descanso de mi padre se hizo prioridad con sus turnos laborables. Así que mi hermana y yo aprendimos a jugar en
silencio, a reír sin carcajadas y enfadarnos sin gritar. Es decir, que despertó
en nosotras otra forma de visión del mundo y nos convertimos entonces en
observadoras de él. Nuestros ojos fueron los que sellaron nuestro destino. Mirar.
Aquello obligó al ingenio e inventamos juegos como. ¡Contar coches! “Ahora tú
los rojos y yo los blancos”. También con las manos. “Ahora eres Monchito y el mío
otro…” (no recuerdo el nombre, pena). Y hablamos con ellos, con nuestros
muñecos hechos de dedos, de movimientos sin ruidos. “Habla bajito”. Anda que no
le dimos a la imaginación en aquella época. Y la palabra para mí se transformó
en silencio. En aquel entonces era la pequeña, conque embutida de mimo. No sabía
hablar, sino ceceaba de lo consentida que era. Palabras. Y no hablaba mucho,
tímida, mordiéndome los labios en silencio con mirada medrosa. Que falta de
palabras. Pero en la adolescencia cambió el escenario, y la niña quiere
asomarse al mundo, como cualquiera a los catorce. Es entonces cuando sustituyo
la palabra fonética por la escrita y me veo recreando mis pensamientos y mis
paranoias en papel. Palabras. Luego, mi madre, ay mi curiosa madre, como yo. ¿Desde
cuándo leía mis palabras? lo supe un día. Porque un sermón de mis padres vino a
cuenta de mi última parrafada. Demasiado sinceras e incomprensibles para ellos.
Por tanto, dejaron de existir y fueron aquella las últimas. Hasta que…broté
nuevamente.
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