DE PEQUEÑA, YA MI MIRADA VOLABA SIN RUMBO.
Lo recordaba no hace mucho con mi madre. Cuando
le explicaba con orgullo que pronto iba a presentarse un nuevo libro de relatos, con varios escritores,
y que yo participaba también. En una pausa reflexioné un diminuto
segundo. Teniendo en cuenta que está lejos de contener palabras cultas y
licenciadas. Sin embargo, recordé en otro segundo aquel amigo que le gustaba mi
escritura sencilla y directa, sin florituras, así lo apuntó, otra señaló, eran
mis textos livianos como dientes de león.
Eso, acabó por convencerme, despertar cierta aceptación sin ser
mediocre, me conformaba la idea para continuar. Pero no era eso lo que iba a
comentar. Me había quedado con mis ojos y mi forma de mirar las cosas de niña.
Nos reímos, sí, mi madre y yo, seguimos ahí, en el rencuentro del pasado
rememorando mis despistes ante la tabla de multiplicar con mi padre sentado y
yo de pie a su costado, apenas le sobrepasaba el hombro, repasábamos la tabla
del cinco, con lo fácil que era esa. Mi padre insistía.
−Cinco por cinco, Yaya.
Definitivamente él y su
inmensa paciencia se rendía ante mí, porque lo que me atraía no era los números
sino mirar aquella mosquita que buscada un lugar donde posarse. Donde tendrá
esta niña la cabeza, le replicaba mi madre. Y las dos, ahora en Bajamar nos
reímos por semejante tontería.
Cuando mi madre sonríe,
se para el tiempo.
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