Foto: Miriam Hernández Pérez
Cuando pequeña, en casa no teníamos
animales de compañía como podría ser un gato o un perro. Eso no suponía ninguna
frustración, puesto que mis padres nos ofrecieron otra fauna bien variadita y
enriquecedora. Como por ejemplo gorriones, mirlos, canarios, conejos, tortugas,
pollitos, fuleles y hasta un escorpión. Recuerdo con cariño, esa vez que uno de
los pollitos sobrevivió y creció y se convirtió en un adolescente pollo. Fue
mimado hasta el punto que cuando yo regresaba del colegio, mi madre me lo preparaba
envuelto en trapos viejos pero limpios para que lo acunara en mis brazos, mi
juguete de aquel entonces. Después, unos años más tarde me enteré que se
convirtió en una sopa rica y no como me lo había contado mí madre; libre en el
campo.
La inocente vida.
Todo esto me lleva hablando de seres vivos.
− -- ¿Qué
animal te gustaría ser? – le pregunta un
amigo curioso.
− -- ¿Yo?
– Respondo, con sorpresa.
− -- Sí,
tú.
− -- Pues
deja que piense –hay una pausa y digo− un mirlo.
− -- ¿Y
eso?− preguntó extrañado− un mirlo no tiene nada interesante.
Parecen ratas− sentenció con gesto de desagrado.
− -- No
estoy de acuerdo. Son dinámicos. Vuelan y también corren. Parecen que están
siempre alegres. Tienen un triar gracioso. Además, son negros y eso me gusta
aún más.
− -- Bueno,
si lo miras así, casi me convences. Pero respetaré tus gustos.
− -- Gracias.
−
−
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