Mis pasos son lentos. Lo sé. Pero me acompañan los sueños, los creados con cimientos de intenciones. Si bien, el desaliento (la mueca) apareciera con el propósito de frenar mi ritmo, lo ignoraré y continuaré. Así pues, pese a no saber donde está la meta, miraré hacia el horizonte para proseguir mi rumbo: la vida.

viernes, 16 de noviembre de 2018


Hoy, mientras iba al cortadito de las siete, me di cuenta de que el barrio donde trabajo me ha adoptado como suyo. Solo hizo falta el paseo matutino. Primero los buenos días a los señores sentados en el rellano del ventanal de un comercio que pasan las horas hablando y fumando, supongo que ahora  se regocijan de la tranquilidad obligada o no, aunque, eso sí, continúan madrugando. También el saludo al camarero que con la sonrisa amplia y amable me sirve el café, siempre acompañada de un chiste y me arranca unas risas. Yo agradecida. Devuelta al trabajo paso por la panadería donde el aroma del pan recién horneado hace las delicias de esa parte de la calle, ella, la dependienta me mira, va a saludar, pero mis pasos se adelantaron y desaparecí acera arriba frustrando su saludo, sin yo querer, claro. En la esquina la farmacia, aun cerrada a punto de abrir, y en la otra el micro supermercado, que visito más de lo que pensaba. Cerca el señor que vende cupones de buena mañana, en su lugar de costumbre, al intemperie, acompañado siempre por una señora, constantemente están hablando.  Los dejos atrás y a pocos paso, el puente, donde me gusta detenerme a mirar el mar a lo lejos, y el horizonte hoy enrojecido, despuntando el día. Dos chiquillo con la mochila y repeinados cuchichean entre ellos, se dirigen al colegio junto a su madre que me ofrece otro hola mañanera, lo devuelvo con una sonrisa. Y es ahí, justo ahí  cuando me siento parte del lugar.
Queda unos minutos para empezar la jornada con la sensación agradable que el barrio de mi trabajo es parte de mi historia.


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