Aunque no está en mi despensa el gofio, por alguna extraña
razón me atrae en éstas épocas el desconsuelo de saborearlo, quizás sea el
frío. Y desconsuelo; palabra que al final no es realmente magua, sino falta de
consuelo, pero me gusta seguir usándola, por no querer perder la costumbre de
darle una patada de vez en cuando al diccionario. Con conciencia, claro.
Y retomando el asunto del millo tostado y molidito. Me
propuse degustarlo con el potaje de berros. Mientras removía con la templanza
que se debe, apareció el viejito. Lo vi entre el verde y marrón rotando
despacio. Mira que le gustaba el gofio, sí, en todas sus formas y el tazón me
acercó a él tan silencioso, tan cercano. Me supo. Al mismo tiempo y pasado
unos días, haciendo un bizcochón, con un estilo personal poco profesional,
aparece el limón ya usado, sin piel, desnudo. Me recordó a ella, a mi madre.
Siempre había un limón aún más desvestido que el mío junto a las frutas. Los
dos me recordaron aquellos años de mi niñez. Que chiquilla era para sentir
ahora sus ausencias de padres protectores y que mayor estoy que lo recuerdo tan
lejano.
Casi aparecieron juntos, el gofio y el limón, con pocos días
de diferencia. Trajeron algo en común; Mis padres y un mismo sentimiento.
(Dichosas fechas).
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